Encarnació Hernández Clotet
VIVENCIAS
Encarnació estuvo en el Centro Reverendas Religiosas Hijas de San José de Lleida de 1959 a 1964.
De 1964 a 1969 estuvo en la Escuela Femenina Nuestra Señora del Pilar (Patronato de Protección a la Mujer) de San Fernando de Henares (Madrid).
Encarnació Hernández Clotet nació en la Casa de Maternidad de Barcelona el 12 de febrero de 1948. Durante ocho años fue una niña feliz, pero un día su madre se fue y se vio alejada de su hermano y del que creía era su padre. Encarnació fue a vivir a Lleida con su abuela materna, a la que veía por vez primera. A su abuelo, Ramón Clotet Pla, sólo lo veía de vez en cuando, porque “estaba haciendo pantanos”, en un campo de castigo, fue represaliado por ser policía de Companys en tiempo de la República. Durante esos años iba a la escuela y vivía con la esperanza de reunirse con su madre, pero nunca consiguió tener todos los papeles para poderlo hacer.
El día que cumplió once años, con la promesa de que allí estaría muy bien y podría estudiar, la internaron en un centro de la Junta Provincial de Protección de Menores, era una casa de las Reverendas Religiosas Hijas de San José, de la calle Academia, 18 de Lleida. De golpe, Encarnació lo perdió todo, ahora ya no tenía ni nombre, sólo era un número, el “noventa”. Y de estudiar, bien poco, sólo aprendió a bordar, esto sí que debían hacerlo perfecto. Todas las novias encargaban el ajuar a las monjas josefinas, pero no sabían el esfuerzo que representaba para aquellas niñas, que tenían que estar pendientes de todo, de no equivocarse en los puntos, de no pincharse y manchar la ropa… y mientras tanto rezar el rosario y las jaculatorias sin distraerse. Si se distraían, ¡sopapo!
En el colegio vivían unas noventa niñas internas, repartidas entre las de pago y las de la Protección. La vida era similar para todas, la comida era igual de escasa y mala, arroz picado, gachas… Pero las de pago lo podían completar con lo que les había traído la familia y dormían aparte en una habitación mejor. Encarnació no tenía paquetes, y pocas visitas familiares. Sólo una vez vio a sus abuelos en todo el tiempo que estuvo interna. Su abuelo había ido otras veces a verla pero no se lo permitieron, como tampoco le permitieron ir a ella a Caracas con su madre. Ni siquiera podían tener amigas, las monjas evitaban que hubiera camaradería entre las niñas, cada quince días les hacían trasladar el colchón a otra cama, así no hacían amistades, que podían ser pecaminosas.
Los castigos eran habituales, Encarnació padeció de todo tipo, desde la humillación de hacerle poner la sábana meada y dormir arriba en la buhardilla, dónde los ratones se les paseaban por encima, hasta lavar las compresas de las monjas, que guardaban en un saco las de toda la semana, y si vomitaba del mal olor, aún le decían “mira la señorita, pues la semana que viene vuelves”. También era habitual hacerlas arrodillar con las manos a la espalda, delante de la monja que les iba dando tortazos mientras la clase contaba 1, 2, 3… Como premio a las que se habían portado mejor las ponían en el cuadro de honor y las nombraban hijas de Maria, pero esto también estaba vetado para Encarnació.
La vida era espartana, la ropa y los zapatos pasaba de las mayores a las más pequeñas, hasta la ropa interior y las medias, así que tenían que ir con cuidado al repasar la ropa, porque si llevaban algún agujero eran castigadas. Ellas también tenían que hacer los trabajos de la casa, ayudar en la cocina, fregar el suelo con esparto… En invierno cuando les tocaba lavar la ropa, tenían que romper el hielo para poderla poner en remojo. Había una mujer mayor que se ocupaba de los animales: cerdos, conejos, gallinas y las niñas la ayudaban. Esta mujer se puso enferma y Encarnació fue la encargada de cuidarla hasta que se murió, sin que la visitara nunca un médico. Ella sólo lo vio una vez cuando tuvo una infección contagiosa, con mucha fiebre y la llevaron a la enfermería, entonces la visitó el médico. Normalmente, la hermana Nieves se encargaba de la enfermería y de poner las vacunas. También era la que les hacía poner zotal a las que habían cogido piojos. No se escapaba nadie, ni las de pago, del zotal y la toalla, por suerte Encarnació no los tuvo nunca.
La religión era omnipresente en todo y a todas horas. Todo se hacía rezando, todo era pecado “¡antes morir que pecar!”, les decían, y sobre la pureza de la mujer quien tenía que llegar virgen al matrimonio. La hermana Josefa, los domingos cuando llovía, les explicaba vidas de santos o historias de la Guerra Civil. En Lleida los rojos habían hecho mártires a dos monjas de la congregación. Encarnació se sentía culpable de que su abuelo fuera “rojo”. El miedo y la angustia formaban parte del día a día entre las paredes del colegio.
Cuando tenía dieciséis años le dijeron que iría a estudiar delineación en una escuela de Madrid, ella estaba contenta, porque siempre le había gustado mucho estudiar y dibujar. Llegado el día, una mujer vino a buscarla para llevarla al nuevo colegio, después supo que era una “policía”, una visitadora de la Junta de Protección de Menores y que la trasladaban a un centro del Patronato de Protección a la Mujer, la Escuela Femenina de San Fernando de Alcalá de Henares. Nunca ha sabido el porque de este traslado, cuando lo más habitual era que a esa edad, que ya podían trabajar, volvieran con la familia.
Sólo llegar tuvo un susto cuando leyó la inscripción de la lápida de mármol que había en la entrada del centro: “Contra la protección, la trata de blancas… Franco inaugura este hogar para mujeres descarriadas…”. Sí, era un centro de reclusión, pero a pesar de todo para Encarnació el tiempo que pasó allí fueron los cinco años mejores de su vida.
La primera sorpresa fue cuando entró y vio las chicas que salían de la ducha con el pelo largo y la camisa de dormir que les marcaba los pechos. De dónde ella venía, sólo entrar les cortaban el pelo y se lo hacían peinar con una cinta y bien aplastado, porque el demonio se enreda en los cabellos, y a las que tenían pecho les hacían poner un «corpiño» que se lo aplanaba, para que no se les notara. Al día siguiente continuaron las sorpresas cuando le dieron ropa y la enviaron a la ducha, “¿no es un pecado esto?”, se preguntaba Encarnació, en los cinco años que había estado en Lleida no se había duchado ninguna vez.
La madre Gloria vio que era muy inocente y la cogió bajo su protección, la puso en la oficina a rellenar las fichas de las internas y la hizo estudiar Bachillerato. En verano la llevaba con ella, iban ocho o nueve chicas y recorrieron toda España. Eso sí, trabajó de lo lindo en una cadena, con máquinas industriales, haciendo ropa para el ejército. Después trabajaron haciendo bolsas de plástico, piezas de cortina, etc. También hizo de maestra, como que había estudiado daba clases a las otras internas.
El centro era muy viejo y estaba todo apuntalado, era un pabellón de caza de Felipe V, pero hicieron una parte nueva con piscina, dormitorios individuales, los talleres, las clases. Que era como salir del siglo XIX y pasar al XX de golpe, explica Encarnació. Cada día después de comer podían bañarse un rato en la piscina antes de ir a trabajar. También recibían dinero, en forma de bonos, por el trabajo, y podían comprarse cosas en el supermercado que tenían, colonia, tabaco, lo que quisieran. La comida tampoco tenía comparación con la del colegio de Lleida, aquí comían como en casa y si alguna vez no estaba en condiciones lo devolvían a la cocina, se había terminado pasar hambre y las sábanas no sólo se cambiaban una vez cada dos o tres meses, aquí cada semana estaban limpias.
En la Escuela el trato era igual para todas, fuera cual fuese el motivo por el que estaban internadas. Había mucha rectitud y se tenían que cumplir las normas, quien no lo hacía iba una semana al chiscón, una especie de celda de aislamiento, con un camastro y un cubo para las necesidades. Pero para Encarnació no representaba ningún esfuerzo seguir las normas, ni le molestaba la rectitud del centro, acostumbrada cómo estaba a la rigidez del colegio de Lleida.
A los veintiún años, cuando ya finalmente podía marchar, la madre Gloria le ofreció quedarse como maestra en el centro, pero como ella dice, necesitaba vivir la vida, conocer gente, tener amistades, ser una persona normal, y prefirió venir a Barcelona, buscar a su padrastro e intentar formar una familia. La vida de Encarnació está marcada por los años pasados interna, especialmente los que pasó en Lleida, que lo compara con la historia de Oliver Twist, por el aislamiento, la represión, el miedo, el desprecio y los maltratos que sufrió. Cree que no ha tenido suerte en la vida y que es consecuencia de la infancia que pasó. Porque su manera de pensar, la manera de ver las cosas que le habían inculcado, la marcó mucho. Siempre con aquel miedo… Pero en realidad Encarnació es una mujer fuerte, luchadora, que tiene a su lado gente que la quiere.