Lidia Pallás Esforzado

VIVENCIAS

Lidia estuvo en el centro Religiosas Teresitas de San José de Barcelona de 1943 a 1945 aproximadamente.

Lidia Pallás Esforzado nació en El Grado (Huesca), en 1935. Entró en el Colegio de las Hermanas Carmelitas Teresas de San José, situado en Gràcia, en la calle Verntallat, muy próximo a la calle Providencia, en Barcelona. Tenía 8 o 9 años (1943 o 1944). No estuvo mucho tiempo, un año y medio aproximadamente. De todos nuestros testimonios es la persona que menos tiempo estuvo internada, aunque este periodo fue más que suficiente para que a Lidia le quedara la experiencia marcada en la memoria para siempre.

No obstante, este tema no lo ha explicado a fondo hasta hace muy poco. Ni tan solo a su familia. No quiere cargar a los suyos, marido e hijos, con sufrimientos. No quiere ser de aquellas personas que siempre están quejándose de una cosa u otra. Pero, por razones de estudios, su hija Rebeca tuvo que hacer un trabajo para una de las asignaturas y le preguntó a su madre sobre su infancia. Al principio, Lidia no quería explicarle muchos detalles, pero la insistencia de su hija determinó que al final lo hiciera. Y más tarde, Rebeca conoció nuestra investigación y se convirtió en el hilo conductor que nos puso en contacto con su madre. La entrevista la llevamos a cabo en su domicilio una calurosa tarde de verano. Lidia respondió clara y rápida a nuestras preguntas. Su testimonio es muy valioso para nosotras porque es muy importante contar con vivencias de diferentes instituciones, contrastarlas y observar que, en general, hay muchos puntos en común en la mayoría de experiencias vividas aunque los centros sean muy diversos.

A lo largo de nuestra investigación, hemos visto que la entrada de criaturas en este tipo de centros era muy habitual en plena posguerra española, tanto si la causa fue orfandad o familiar. Fue una época de gran precariedad económica, resultado de la guerra y a causa del sistema económico autárquico instaurado por el nuevo gobierno franquista. Esta situación se agravó mucho más porque el mundo estaba inmerso en una gran conflagración bélica, la Segunda Guerra Mundial. Así es como una gran parte de la población española sufría hambre, frío, enfermedades…También, fue una época de persecuciones y represalias políticas, marcada por la imposición de unas reglas morales extremas exigida por la iglesia católica. En estas circunstancias, a muchas familias les retiraron los hijos forzosamente y los ingresaron en algún centro de protección o beneficencia. Otras familias, como no podían atender bien a sus hijos, también lo hacían por iniciativa propia o aconsejadas por otra persona.

Y éste fue el motivo por el cual nuestra protagonista fue a parar al Colegio de las Hermanas Carmelitas Teresas de San José, por la situación de penuria en la que vivía la familia. Su padre, soldado republicano, había muerto en el Hospital Militar de Barcelona. Cuando falleció ella era muy pequeña. La madre, un hermano y Lidia se trasladaron a Barcelona. La viuda, muy joven, se dedicaba a limpiar casas y su hermano, 7 años mayor que Lidia, hacía algún trabajito, pero todo eso no daba suficiente dinero para poder comer los tres, ni para poder pagar el alquiler de una habitación realquilada y acabaron en la calle. Recuerda que una noche durmieron al raso, en la plaza de Cataluña.

Una de las señoras a quien la madre limpiaba la casa, le dijo: «Yo puedo hacer que su hija vaya a un colegio donde recibirá educación y tal, tal, tal, y no tiene que preocuparse, yo se lo pago». Y de esta manera entró en el centro de la calle Verntallat.

Solo entrar en el edificio ya fue un impacto negativo para ella. Aquel convento tan grande, aquella frialdad… Al despedirse de su madre sólo lloraba y lloraba. Las monjas, en lugar de consolarla, se reían y le decían: «¡Venga, llorona, que no pasa nada!». Y las otras niñas también se reían de sus lloros. ¡Un comienzo desastroso!

El colegio tenía plazas para niñas ricas y para niñas pobres. Naturalmente, ella se encontraba entre las pobres aunque aquella señora pagara alguna cosa. Las monjas marcaban las diferencias, en el trato, en la comida… Por ejemplo, en el comedor. Había mesas de mármol para todas, pero siempre se sentaban separadas, según la categoría en la cual estuvieran clasificadas. De vez en cuando, las visitaba un cura y comía con las ricas. Las niñas vivían la separación y diferenciación como una cosa normal.

Pasaba mucha gana. Hambre, dice Lidia. Cuando recibían visitas, posiblemente una vez al mes, todas las niñas las recibían en una sala muy grande, siempre vigiladas por una monja que se paseaba de arriba abajo, controlando. No dejaban que el familiar les llevara nada para comer. Estaba prohibido. Ella recuerda como su madre le llevaba algún pastel o caramelo. Cuando era un pastel, la madre lo tapaba, disimulando, para que no lo viese la monja. Aún no entiende porque no les podían dar este pequeño gusto, que más que un gusto era una necesidad, ya que las monjas no daban mucho de comer. Esta situación era muy cruel porque a las niñas ricas sí que les llevaban paquetes con alimentos que podían comer cuando los familiares habían marchado. En el recreo, por ejemplo, comían una manzana y muchas niñas pobres esperaban a que dejaran los restos, como la piel, para comérsela ellas.

También comían flores. En el colegio había un patio ajardinado y recuerda que, durante el recreo, uno de los juegos consistía en buscar flores para comer, un tipo de flores que llamaban conejitos. También cogían alguna piedra para partir las cáscaras de las avellanas que les daban para merendar. Las niñas formaban una cola larga, larga, y la monja iba repartiendo «seis avellanas y un trozo de pan», cuenta Lidia. Ahora bien, si estabas castigada, no te tocaba: «No, ¡tú no! Tú estás castigada. ¡Fuera!». Uno de los castigos preferidos de las monjas consistía en dejarlas sin una comida. Que la alimentación fuera escasa e insuficiente no se tenía en cuenta.

Lidia no sabe exactamente cual era la comida que les daban a las otras niñas, “las ricas”, aunque sí sabe que era diferente a la de ellas. Tampoco en que consistía el primer plato. Pero sí que le ha quedado grabado en la memoria el segundo plato. ¡Todavía le hace asco! Les daban, muy a menudo, tocino, pero no del que se pone en el cocido, sino unos trozos grasientos y, además, crudo. A ella le venían ganas de vomitar. Desde entonces que no ha podido comerlo nunca. «Y cómo quedan las cosas grabadas, ¿eh? Parece mentira, ¿eh?», reflexiona Lidia. No recuerda otras comidas. El desayuno cree que era como la merienda. De tomar leche, no tiene percepción.

Otro castigo consistía en golpearlas con una correa. El hábito de las monjas era morado (como el de San José) y llevaba un cinturón, una parte del cual colgaba. Con esta parte «les atizaban, pero bien, ¿eh?». Era de piel. A ella no le llegaron a pegar nunca, aunque sí recibió otros castigos, y eso que ella considera que era una niña muy dócil, que no era una niña mala o traviesa. Su madre siempre se lo había dicho. Pero claro, cualquier cosa que hiciera, aunque no fuese importante, ya era un motivo de castigo. Como pasaba en otros centros, el hecho de hacerse pipi en la cama también era castigado y tenían que dormir con la misma sábana orinada.

Los dormitorios eran salas muy largas. Las camas estaban dispuestas en fila, de lado y lado. Cada una tenía la suya, no la compartían. Y, cada equis metros, había un orinal, conocido con el nombre de el perico. Para poner la ropa que llevaban sólo tenían sillas. En el mismo dormitorio había una habitación pequeña donde dormía una monja sin que ellas la pudiesen ver. Su función debía ser vigilar. En muchos centros, tanto seglares como religiosos, solían hacerlo. Organizaban al estilo cuartel militar, siempre formando, haciendo colas. Por ejemplo, antes de ir a dormir y al levantarse, formaban fila para ir al váter.

Las monjas vivían en una zona que las niñas conocían “de clausura”, espacio al que ellas no podían acceder. Este hecho, aún les estimulaba más la curiosidad por saber que había y como era aquella zona, pero tenían prohibido traspasar aquellas puertas. Ella sólo recuerda haber visto monjas, nunca personal seglar: «Siempre monjas, siempre monjas. Y el cura», afirma Lidia.

Las niñas iban uniformadas. Tenían dos vestidos. En invierno les daban un jersey viejecito, al menos lo era el que le tocó a ella. No recuerda ningún abrigo. Lidia no tiene fotografías de la época del colegio y le enseñamos una procedente de un archivo, en la cual se ve un grupo de niñas y adolescentes en el patio del centro. Reconoce el tipo de vestido, es decir, el uniforme. Sólo encuentra a faltar un lacito que las niñas llevaban al cuello, cree que de color morado, pero el resto, nos asegura categórica, el uniforme que ella llevaba era como aquellos, un vestido oscuro (por lo que vemos en la foto, en blanco y negro, podía ser negro, marrón o azul marino), largo hasta media pierna y abrochado en la espalda; adornado con lorzas por delante, con un cinturón muy delgado hecho de la misma ropa del vestido, y a partir de la cintura, las lorzas abiertas ampliamente, tableadas; de manga larga acabada con un fruncido ligero y un vivo, formando un puño pequeño, de la misma ropa. Del vestido sobresale un cuello blanco de tipo peter pan o bebé, el cual por la apariencia parece almidonado, tanto si es postizo como si no. El vestido se complementa con unos zapatos de estilo masculino (conocidos como de tipo oxford o inglés), cerrados con cordones, y unos calcetines blancos de media caña.

Madrugaban mucho, pero a ella no le afectaba este hecho. El trato que recibía, sí que le afectaba. La vida diaria consistía en ir a clase, la cual ella recuerda muy, muy llena de niñas. No lo puede precisar, pero le ha quedado la sensación de que tocaban las materias muy por encima, haciendo cosas muy sencillas, entre ellas, practicar caligrafía. Aunque es una cosa muy rara en un colegio de monjas, a ella no le enseñaron a coser ni bordar. Precisamente, se encontró con un problema que, si no hubiese sido por el miedo, no habría tenido ninguna importancia y, seguramente, ni se acordaría.  Resulta que un día se le rompió la goma de las braguitas. «Yo no sé, yo no sé que haré ahora, ni a quién tengo que decírselo», se preguntaba Lidia. Y en esta situación, no sabe cómo, le llega a las manos un imperdible, así que se lo colocó para ajustar las braguitas. Pero claro, el imperdible acabó por hacerle un agujero en la pieza. Un día, una monja, muy seria, la llama: «¡Señorita Lidia, venga a ropería!». Allí cosían y repasaban la ropa las monjas. Nada más llegar, sin dirigirle palabra alguna, le pegaron dos bofetones. Por haberse puesto el imperdible y porque éste le había agujereado la ropa, le dijeron. O sea, la educación se basaba en enseñar a base de golpes. Las palabras no servían para hacer razonar y educar, sólo para despreciarlas, insultarlas o darles órdenes. «Yo creo, ahora cuando lo pienso, yo creo que era gente mala, eh. Yo creo que era gente mala. Porque castigos así…Y un ambiente tan desastroso…», opina Lidia.

También es extraño que no les hicieran hacer tareas domésticas, como mínimo hacerse la cama. Lidia nos dice que no, que por la mañana iban a clase, después comían y tenían un rato de recreo y volvían a clase para leer y poca cosa más. Llegaba la hora de cenar y después ya se iban a dormir. Rezar sí, eso sí que lo hacían, y mucho. Cada día le tocaba a una niña pasar el rosario. A misa, le parece que iban todos los días, o por lo menos, iban muy a menudo. El colegio tenía una capilla –todavía existe-. Rezar formaba parte de la rutina diaria. Iban a misa pero no tiene presente que les hicieran ir a confesar, ni que les hablasen sobre lo que era pecado, quizás porque eran muy pequeñas. Es posible que a las más mayores, sí. No hizo allí la primera comunión porque la había hecho justo antes de entrar.

Si estaban enfermas les daban algún remedio pero no veían un médico. La niña que estaba enferma se quedaba en la cama, sola en aquel enorme dormitorio, y una monja, de vez en cuando, le llevaba una taza con alguna cosa. Ella recuerda una niña que había vomitado y le dieron una taza de infusión de hierbas.

No tenían juguetes. Jugaban a perseguirse. Recuerda muy vagamente una salida fuera del centro, pero no le ha quedado ningún recuerdo específico. «Hubiera sido un recuerdo bonito éste, ¿no? Pero es que no tengo recuerdos bonitos de allí dentro», se lamenta Lidia. La visita de la madre podría ser un recuerdo bonito pero este aspecto también le era traumático porque si bien durante un rato era feliz por sentirse tratada con amor, después, cuando llegaba la hora de la despedida, era tristísima, ya que ella se hacía un hartón de llorar y las monjas le abroncaban diciéndole: «Venga llorona, que no sé cuantos, ¡ni que aquí estuvieras tan mal!». Y Lidia afirma: «Y ¡sí que estaba mal!». Cree que lo más correcto habría estado consolarla, haciéndole algún comentario como «bueno Lidia, estás un tiempo y ya te irás a casa con mamá». Pues no, «siempre la frialdad, siempre el miedo». Piensa que aquella represión de los  sentimientos era como una especie de disciplina, una cosa que había que aprender, pero ella no lo conseguía, por eso «no podía estar allí, para mi era superior a mi sensibilidad y a como yo era». Durante las visitas ella le explicaba a su madre que no estaba bien allí dentro. Y la madre lo debió notar claramente porque al final decidió sacarla del colegio.

Ella tuvo suerte y pudo marcharse de aquel lugar. «Pasamos muchas necesidades todos juntos, pero yo creo que las pasábamos mejor al lado de la madre, o de la persona que quieres». Lo tiene muy claro porque nos lo repite varias veces. Por bien que se pudiera estar en el colegio –que no era el caso- ella prefería pasar privaciones al lado de la madre y de su hermano.

Aún ahora, cuando quiere entender el porqué de aquella crueldad, le cuesta encontrar respuestas, y no le sirve de explicación el hecho de que como eran muchas niñas a vigilar, habían de ser muy estrictas para que no se les descontrolara la situación. Lidia cree que hay otros métodos, que no hace falta que sean tan agresivos, y desea que los centros actuales no tengan ningún parecido con aquellos, porque «aquello era una vida muy triste, mucho, mucho».

Capilla Religiosas Teresitas de San José año 2006. Fotografía investigadoras
Capilla Religiosas Teresitas de San José año 2006. Fotografía investigadoras

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