Carme Vila Viladomat
VIVENCIAS
Carme estuvo en el centro Hogar Nuestra Señora del Coll de Barcelona de 1948 a 1958.
«Es lo que me tocó». Carmen repite a menudo esta afirmación cuando relata su experiencia en el Hogar Nuestra Señora del Coll. Pero eso no significa conformismo por su parte. No. Es la conclusión a la cual ha llegado después de muchos años de guardar en lugares recónditos de su alma los recuerdos de su infancia y de su paso por este centro. «Lo que querías hacer era olvidarte, olvidarte». Muchas veces ha pasado de puntillas por esta parte de su vida pero no reniega de su pasado. Su reflexión es que, quizás, fue lo “mejor” que podía pasarle ante la situación familiar en la que se encontraba.
Carmen nació en Barcelona, concretamente en el barrio de Gràcia, en la calle Fraternitat, el 4 de marzo de 1944. Y con Gràcia estuvo vinculada durante muchos años de su vida. Como pasa con tantas otras historias familiares de la posguerra, el origen de su paso por una institución del Tribunal Tutelar de Menores fue por causa de la desestructuración familiar, consecuencia de todo lo vivido durante la guerra y la posguerra. De lo que pasó, ella solo sabe lo que le explicaron y no fue mucho. Su madre bebía y, quizás en un momento de discernimiento o quien sabe si por otra razón, a su pareja le hizo dudar de ser el padre de Carmen y se marchó de casa. Madre e hija malvivían y la situación de las dos se agravó cada vez más, así que su tía, la hermana de la madre, pidió al Tribunal que se hiciera cargo de la niña. Pensó que era lo mejor puesto que ella no podía hacerlo ya que a duras penas sobrevivía. No encontraba trabajo y, además, tenia en su casa a la madre, la abuela de Carmen, también sin medios económicos y enferma. Así es como nuestra protagonista estuvo diez años de su infancia prácticamente encarcelada.
Solo con tres años y medio pasó a ser una de las muchas niñas internadas en Nuestra Señora del Coll. Tenían plaza para unas cincuenta, recuerda Carmen. Su historia es muy parecida a la de otros muchos niños y niñas, aunque en algunos aspectos tuvo un poco más de suerte. Su tía la visitaba a menudo y, lo que era más importante, le transmitía amor. Carmen, cuando se refiere a ella, siempre lo hace con el nombre de madre por que así la ha considerado siempre. A su madre biológica le retiraron la tutela de la niña y de su padre nunca más supo nada. Quizás alguna vez realizó algún intento de verla y no le dejaron, pero lo más probable fue que jamás se volvió a preocupar de ella.
Como en la mayoría de centros de niñas el personal era básicamente femenino. Durante la época que ella estuvo en el centro estaba doña María, la directora y su hija Montserrat. Ésta, con Paquita, eran las maestras; Juanita y Teresa eran las educadoras. La señora Ramona, madre de doña María, junto con otra señora, eran las cocineras. De hombres, el señor Andreu, marido de doña María que se dedicaba a tareas administrativas hasta que murió, hacia el año 1963. Lo recuerda como una bellísima persona, muy querida por todos. Trabajando en el huerto y el jardín, el señor Jaime, que vivía con su esposa Rosa y una hermana de ella, soltera, en la casita de masovers (cuidadores de la finca). A principios de los años cincuenta, Montserrat se casó y su marido incrementó la lista de personas adultas en el centro.
Dentro, la vida era dura. Pronto tuvo que aprender a coser y a hacer calceta. Las batas que vestían habitualmente, se las hacían ellas. Les daban la ropa cortada y ellas las cosían. Explica que hacían suetercitos y botitas para bebés. Si había mucho trabajo las hacían tejer más deprisa con el estímulo de un premio que consistía en jugar durante más rato. Por este trabajo les ingresaban una cantidad ínfima de dinero. Después de diez años interna, salió de allí con una libreta de una caja de ahorros con 650 pesetas. Estaban bajo la tutela del Tribunal y resulta que eran ¡trabajadoras infantiles! ¡Qué incongruencia! Después, de mayor, trabajó para una modista pero no la aseguró, así que trabajó desde la infancia pero no tiene derecho a una pensión.
Las tareas domésticas estaban repartidas. Ella siempre barría el bosque con una escoba de brezo, aunque las ramas y los hierros que las sujetaban le hicieran heridas, pero se sentía bien al aire libre, le daba sensación de libertad. Otras, ella dice que las más mayores, planchaban, fregaban, cocinaban…
Tampoco recibió demasiada educación. Lo más básico. Tan básico que, para mejorar la letra, antes de marchar del centro, la enviaron a la Academia Prat (situada entre la Rambla del Prat y Gran de Gràcia) para aprender caligrafía. Carmen aprovechaba el permiso de salida para pasear y no se cansaba de mirar y remirar las calles y los escaparates. No es nada raro, porque del centro sólo salía para ir a misa a San José de la Montaña, a la Parroquia de la Salud o a la Parroquia de la plaza Lesseps conocida con el nombre de Josepets. Pero si estaba castigada no salía ni para ir a misa. Allí dentro no les llegaba información de nada, sólo sabían aquello que les quería decir el personal de dentro y solía ser poca cosa. Ella aprendió mucho con sus hijos, de pequeños. Aprovechaba los deberes que llevaban a casa. A ella le servían de lección. El hecho de que en su casa siempre ha habido libros también le ha sido de mucha ayuda.
Carmen se describe como una niña rebelde, al menos es lo que en el centro le hicieron creer. Pero mediante sus palabras, más bien podemos observar que tuvo que aprender a sobrevivir en aquel mundo cerrado, donde nadie la ayudaría ni tampoco encontraría una brizna de cariño. Así que tuvo que utilizar la astucia, por ejemplo cuando la castigaban sin fruta, que era el postre de los domingos. Ella iba al huerto y cogía lo que fuera. Recuerda bien las naranjas imperiales y los higos… Siempre estaba castigada sin fruta pero, realmente, ¡ya se había comido los postres de tres meses por adelantado…! Cuando tocaba ducha, cada jueves, también se espabilaba. Le gustaba ser de las primeras por que así enseguida se calentaba en la cama. Las niñas se ponían en fila. Al entrar en la ducha tiraba el camisón sucio y salía con la toalla alrededor de su cuerpo. No había calentador y se lavaban con agua fría. Un día heló. Seguro que hubo otras veces pero ella recuerda ésta especialmente. Bien, heló, pero tocaba ducha. El agua no bajaba del depósito y golpeándolo repetidamente acabó por bajar agua y hielo, ¡todo a la vez! ¡Qué frío pasó! Después de diez años duchándose con agua fría, ahora no quiere ni oír hablar de agua fría si no es para bebérsela. Las esponjas las hacían allí mismo, de un tipo de calabaza que se cultivaba en el huerto, con una simiente negra. Cuando estaba nueva rascaba mucho la piel y ésta, dice, «quedaba roja, roja». Su tía le llevaba jabón pero a menudo le desaparecía, así que se lavaba con jabón casero, hecho también por el personal del centro. Durante la semana no se podían cambiar ni las braguitas. Ella se las lavaba y por la noche las escondía debajo el colchón para que se secasen. No sabe si se dieron cuenta alguna vez de lo que hacía o hacían la vista gorda, porque era difícil esconder nada en un lugar donde siempre había una niña chivata. Otro problema grave que se les presentaba a menudo fue la presencia de piojos. Dice Carmen que «parecíamos micos, todo el día sacándonos los piojos unas a las otras». Para combatirlos les cortaban el pelo. Ella no recuerda si les ponían algún producto, pero sí que no se acababan nunca. Cuando salió del centro, en casa, le desaparecieron, ya que le ponían petróleo y le envolvían la cabeza con una toalla.
De carácter observador, cuando tenía unos doce años vio cómo morían dos niñas enfermas de difteria. Eran hermanas. Las tenían en la enfermería. Ella, desde arriba de la escalera vio como se las llevaban. Al resto de niñas les pusieron una inyección, se les hinchó el brazo y tuvieron fiebre. También quemaron colchones. Pulmonías, también se padecían. Nunca veían un médico. El único medicamento que recuerda es el Ceregumil. Carmen siempre tenía tos. Le decían que tosía expresamente. Esta tos crónica la podía tener porque pasaba frío. Iban muy poco abrigadas en invierno. Llevaban encima de la bata una chaqueta de punto y cuando tocaba patio salían al bosque, tanto si hacía frío como calor. Dentro, no habían estufas ni nada que calentara un poco. Probablemente, la mala alimentación tampoco la ayudaba a estar sana. Su tía le llevaba huevos frescos. En aquel tiempo se daban como sobrealimentación, pero a ella nunca le llegaban. Más bien inapetente, a ella sólo le faltaba la mala calidad de la comida. Pan con leche para desayunar, garbanzos con gorgojos (insectos) y tripa para comer… El hambre menguó un poco cuando los barcos americanos llegaron con leche en polvo, queso amarillo y mantequilla salada. Entonces, a las comidas, les añadían un trozo de queso o mantequilla.
Castigos recibió, como todas las niñas de Nuestra Señora del Coll. Ella los justifica en base a esa rebeldía de que la acusaban, pero los motivos no iban más allá de acciones propias de chiquillas. Recuerda los pellizcos de Juanita. Tenía unas uñas muy largas, pintadas de rojo, que le dejaban heridas. También las bofetadas de doña María y los insultos y collejas de Teresa. ¿Los motivos? Si no cosías o hacías media, o por otras razones que ni recuerda. De las maestras guarda buen recuerdo, las considera maestras modernas. Recuerda, también, la amenaza de castigarlas durante la cena fuera de la casa, en el bosque, pero no tiene presente de que lo hicieran realmente, al menos a ella no le pasó. Hacerse pipi en la cama también era motivo de castigo, quizás de forma más psicológica. Muchas niñas y niños de estos centros, a causa de su situación emocional, se orinaban en la cama. Al principio, compartía cama con otra niña. Las más pequeñas dormían en el piso de abajo juntas en una cama, colocadas pies con cabeza. Cuando se hacía pipi le frotaban la sábana por la cara y le ha quedado en la memoria la peste ya que, al compartir cama, también había en la pieza de ropa el orín de la otra niña. Otros castigos consistían en quedarse sin comer o la encerraban sola en una habitación.
Carmen explica una anécdota que demuestra hasta que punto se llegaba al extremo de obligarlas, incluso, a ver una realidad que no existía. Explica que, por Reyes, subían a la terraza y dejaban la alpargata o el zapato, y orientadas hacia el Tibidabo iban a ver la «estrella de Oriente». Pero, claro, cuando fue más mayor, ella no la veía e insistía en que no se veía una y otra vez. Empezaron a darle golpes en el cogote, diciéndole «mírala, mírala». Al final, a collejas, vio la estrella.
Rezaban mucho. El Mes de María, el Mes del Sagrado Corazón, la Semana Santa, el ángelus cada mediodía… Pero aún así se consideraban afortunadas puesto que comparaban su situación con la de las niñas de San José de la Montaña, las cuales rezaban todavía más, y además, les tocaba ir a pedir con un cestito, sobre todo las que daban más penita, el resto se hacían un hartón de bordar.
De vez en cuando, sobre todo cuando había una celebración, las visitaban gente del Tribunal. Entonces les ponían vestiditos que días antes se probaban y arreglaban. Iba el señor Llosas, el señor Vives, el señor Algueró y la señora María José. A ésta, la describe como «un general», era una mujer muy alta y con un fuerte carácter. Recuerda con mucha estimación a Rosalía. Cuando salió del centro, Rosalía fue la encargada de llevar los controles tutoriales. La recuerda como una buena persona. Se presentaba en su casa y se estaba durante mucho rato haciendo tertulia con la madre mientras ésta cosía. La madre tenía en casa un pequeño taller de corsetería y lencería.
En el centro vivió momentos muy traumáticos, como cuando al poco de llegar, por morderse las uñas, unas chicas bastante mayores que aún estaban allí, la zambulleron dentro de un lavadero lleno de agua hasta que no podía respirar, y claro, ¡ya nunca más se las mordió! Otro momento traumático fue cuando tuvo la menstruación por primera vez, ya que nadie le había explicado nada, y pensó que se moría. Le dijeron: «Mira, cada mes te pasará lo mismo. ¡Y ale! Subías al terrado y en un lavadero grande, gris, te lo lavabas [el paño] y lo tendías». También allí dentro sufrió tocamientos por parte de un hombre joven, afín a la familia que llevaba el centro. Nunca dijo nada, ni a sus amigas. En ocasiones, había visto cómo un cura de una parroquia cercana sentaba en su falda las niñas y les hacía algún mimo. Ella, de éste pudo escapar, pero no del otro.
Carmen todavía guarda en la memoria muchos detalles del edificio del Hogar y del jardín y huertos que lo rodeaban. Era una mansión en la que aún quedaban señales de su antiguo esplendor. Seguramente, había pertenecido a gente muy rica. En el primer piso había un fresco en la pared con motivos de caza y los techos estaban adornados con relieves de madera. El jardín era magnífico, con un lago, en el que seguramente, alguna vez, habían navegado pequeñas barquitas; también, un estanque con un surtidor de agua. En este jardín hacían fiestas y celebraron la boda de Montserrat. Además, había la casita de los cuidadores, una balsa [de riego], huertos y gallinero.
Cuando Carmen cumplió 14 años, la madre –su tía- la reclamó al Tribunal y éste le dio la custodia. Corría el año 1958. Como Carmen sabía coser, trabajaba con ella. Si hubiera podido escoger habría preferido ser dependienta o peluquera, pero una vez más tuvo que hacer «lo que tocaba». Poco a poco se fue adaptando a la vida diaria fuera del centro, aunque limitada. Después de diez años internada cuando salió se preguntaba «¿dónde estoy?». Todo era nuevo para ella puesto que todo lo que sabía era mediante la información que le llegaba a través de la dirección y el personal: «Solo sabíamos lo que ellos nos decían, no teníamos otro medio de saber ninguna noticia». Como otros niños y niñas que han pasado por estas instituciones cree que perdió la infancia, unos años muy importantes, años que nunca más se recuperan. En aquel momento no entendía las cosas, después, con los años, las ha ido viendo, las ha ido entendiendo, pero no dentro, sino fuera, en la calle. Al salir sólo tenía una amiga, Francesca, pero se casó y se fue a vivir a Mallorca. Se habían llamado por teléfono y enviado cartas, pero al final dejaron de tener contacto y ya no ha sabido nada más de ella.
Carmen formó una familia. Se casó a los 26 años. Entonces fue haciendo otras actividades y durante muchos años fue miembro del Orfeó de Gràcia. Tuvo dos hijos, Roc y Francesc y ya tiene una nieta. A sus hijos nunca les ha escondido el lugar donde estuvo, ni lo que vivió, aunque algunas cosas no se las ha explicado hasta ahora.
Con el paso de los años, Carmen nos dice que la sensación que le ha quedado es la de «haber perdido una parte de su vida. La época de estudiar bien… Aparte, cuando sales, sales tan confusa, que también pierdes, porque sólo quieres descubrir cosas y no puedes digerir lo que te encuentras de golpe». Su reflexión es que, como no se puede ir hacia atrás en la vida, ella lo que ha intentado es recuperar el máximo, aprender el máximo, indagar el máximo. Se lo toma con la paz que da la madurez, sin rencor ni resentimiento. Como aquello «que le tocó».